MIEDO
La miraste con miedo. Casi no te atrevías a sonreír. No sabías muy bien si lo tenías prohibido o es que a tu boca nunca le había dado por abrirse del todo. No quiero estropearlo, te decías mientras la mirabas a los ojos. Ella te respondió, quizá inquieta al sentirse observada. Nunca la han mirado tanto rato seguido. Nunca salvo aquella vez en que la mataron de una mirada. Apenas se acordaba pero no podía evitar sentirse incómoda. Tenía miedo también. Miedo de tu mirada, de tu no sonrisa, de tu silencio. Miedo y, al mismo tiempo, curiosidad. Curiosidad en saber cuántas vidas le quedan al gato. No dijiste nada en toda la noche. Sólo contemplabas cómo se retorcía entre las sábanas, cómo te daba la espalda para mirar el paisaje. Esa escena pictórica de una habitación sin vistas, sin luz, sin sonrisas. La observabas retirarse el pelo de la cara. Te encantaba ver cómo se le enredaba entre los dedos, los mismos que habían jugueteado por tu piel minutos antes. La primera vez que un juego no me arranca una sonrisa, pensaste. Tenías miedo. Tenía miedo. Teníais miedo el uno del otro. Ella no perdonaba que no hubieras sonreído. Tú no le perdonabas no hacerte sonreír. Se agarró con fuerza a la almohada, quizá intentando recuperar algo de lo que tuvisteis. No te atreviste a abrazarla con ganas, a contemplar con ella el paisaje oxidado. La dejaste sola, al otro lado del colchón, retorcida, como una niña pequeña que tiene miedo a la oscuridad. Estaba aterrorizada. Tenía miedo de ti. De tu oscuridad. No tenías ventanas. No dejabas ver tu paisaje. Te incorporaste de la cama. Te sentaste en el borde del colchón. Te vestiste. Cogiste tus cosas. Saliste de la habitación sin mirarla siquiera. Tenía los ojos secos, rojos, fijos en el paisaje. Ni siquiera el portazo le hizo parpadear. Se levantó con cuidado. Puso su mano sobre la pared y se quedó mirándola, temblando. Pudo verte cruzar la calle despacio. No te diste la vuelta.
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no pude
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