Se queja a medias porque no la lleva a la ciudad de la luz y a los besos a la orilla del río más bonito del mundo.
París es amor y punto.
Pero ella no lo sabe, no lo bastante porque de haberlo sabido se habría escapado sola y le habría mandado una fotografía en blanco y negro y una súplica: ven a por mí, que no entiendo estas calles si no estás. Y él habría ido en un caballo blanco como en la película y habría escalado la torre hasta encontrarla en la cumbre, mirando las estrellas y perdiendo la cuenta. Y se habrían besado allí arriba contemplando la inmensidad de una ciudad que sólo sabe gritar palabras de amor en francés, o palabras que en francés suenan a palabras de amor.
Las calles de París.
Le han contado que lo mejor de esta ciudad son los rincones, los pequeños detalles que se cuelan entre las grandes avenidas, los restaurantes pequeños con encanto, la calle de las flores, las tiendas de té de siempre y los músicos callejeros que adornan cada una de sus esquinas. Pero lo mejor de todo es el olor y la luz, que dan paso a la tercera parte.
Vista, oído, gusto, tacto, olfato.
Porque París es eso: la mejor estimulación de los sentidos. Y lo mejor de todo es que no hace falta receta médica, sólo un billete de avión o una litera pequeña de un tren que viaja de noche. Huele distinto a todas las ciudades y huele a flores y a comida y a tantas cosas distintas y tan difíciles de explicar... Y sabe a jabón y a baño relajante y a sábanas blancas recién estrenadas y casi se puede tocar esa luz que ciega y esclarece todo a la vez y que cambia todos los edificios según la hora. Y los tejados, que son un paraíso aparte y casi te mueres por subirte a ellos junto a él para ver pasar todos los gatos negros del mundo que ya se han instalado aquí por siempre, y ver los puestos de fruta a medianoche y a los amantes que pasean bajo paraguas rojos compartidos y botas de agua para saltar los charcos.
Y pienso.
Que merecéis una escapada y que París despierta las mentes más reacias, abre corazones, los enciende, los pone en marcha y que es imposible ir para no jurarse volver, para no prometerse otro baile, otro paseo, una cena en un barco que recuerda a Antes del Atardecer.
Que París inspira libros, películas y canciones y que todo suena más bonito en francés y huele mejor en sus escaparates. Por eso todos vuelven. Por eso todos los para siempre viajan en batobus.